martes, 17 de agosto de 2010

Descanso en el Señor

«Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.» Mt 11, 28-30

La vida está llena de trabajos y preocupaciones, de cansancios y desgastes. Para servir a los hermanos, es imprescindible el olvido de sí mismo. Y para vivir este olvido de sí mismo, el camino es recordar continuamente a Cristo.
Para encontrar el descanso que nos devuelva la capacidad de amar, Jesús nos invita a volver a Él, para que sea Él quien cargue con nuestras cargas y en su amor vivo y eficaz podamos llevar el yugo llevadero y la carga ligera, que son así porque es Cristo quien nos sostiene con su amor y nos da vida más viva para que podamos amar llevando los trabajos de la vida con los que servimos a los hermanos.
Unirse a Cristo es el camino del olvido de sí que nos hace amar sin límites. Y es que unirse al descanso de Cristo es entrar en la intimidad de la Trinidad, que ama sin cansarse de amar y sin que el amor le canse. Porque cuando se ama de verdad, el amor rejuvenece la capacidad de ser vivo, vivifica nuestra entrega y nos hace capaces de un amor mayor.
En la oración se aviva por el amor a Cristo la vida con su fecundidad, y experimentamos que el amor ni cansa ni se cansa, sino que siempre descansa cuanto más en acto se vive: el amor descansa y nos descansa.
Cuando sintamos el cansancio y la fatiga, no temamos “perder el tiempo” descansando en Cristo, porque ese descanso en el que nos ama nos devuelve al amor que siempre comunión y paz.
¡Qué importante es saber apreciar el descanso de la oración que todos necesitamos para poder seguir sembrando paz y convivencia fraterna, frutos del amor!
Coninua...

viernes, 6 de agosto de 2010

Transfiguración del Señor

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» -pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados-.
Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle». Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.
Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de «resucitar de los muertos». (Mt 9, 2-10)

1. El Padre dialoga con su Hijo transfigurado en lo alto del monte Tabor. La Transfiguración, tal como la relata San Lucas, se hace en el ámbito de la oración, en el diálogo de amor que el Padre y Jesucristo viven en lo alto del monte como manifestación en la historia de la oración eterna que ambos viven en la eternidad. Con la oración, también nosotros participamos en la Transfiguración de Cristo. Porque este es el plan del Padre: Dios quiere llenarlo todo de la gloria de su Hijo Jesucristo. Y para eso, nos introduce a nosotros, como a Pedro, a Santiago y a Juan, en la oración del Hijo con su Padre. Cuando oramos unidos a Jesucristo, toda nuestra figura cambia en la figura del Transfigurado para entrar en la Gloria del Padre, que le corresponde al Hijo por su filiación divina y que a nosotros se nos da por gracia en el Espíritu de adopción. Con la oración entramos en la Transfiguración de Cristo, para poder con Cristo ser transfigurados según la Gloria que el Padre da a su Hijo desde toda la eternidad y que hoy se revela en su carne humana, llena de la divinidad. Nuestra oración cotidiana, en su oculta realidad, está penetrada por la oración de Cristo Transfigurado.
2. La Transfiguración lleva consigo la manifestación de la Gloria que le corresponde a Cristo por ser el Hijo del eterno Padre. En su humillación, el Hijo ha escondido su Gloria divina: Él ha elegido caminar entre nosotros como un hombre entre los hombres, y como el que está por debajo de todos, el Siervo de Yahvé. En la Transfiguración se manifiesta la Gloria que se encierra en la carne de Cristo y que está escondida en cumplimiento del plan de amor del Padre. Los Apóstoles ven la Gloria del Transfigurado como el anticipo de la Gloria que la carne y la humanidad de Jesús van a recibir del Padre con la glorificación de la resurrección. Así, los Apóstoles son fortalecidos en la fe para poder superar el camino de humillación del Hijo, que pasa por su Pasión y Cruz. Y es que sin la Gloria de Dios, somos incapaces de vivir el misterio de la Cruz de Cristo, ni tan siquiera nos acercaríamos a las puertas de la Pasión. Y es que en el misterio de la Cruz se nos revela todo el amor infinito de Dios, que es capaz de dar a su Hijo para salvar al esclavo. Esa Gloria tan resplandeciente del amor de Dios que se esconde bajo la apariencia de la humillación se nos hace soportable si somos llevados a lo alto del monte con Cristo en la Transfiguración. Por eso es tan importante que vivamos esta fiesta abrazando la Luz que de ella procede y la Gloria que Dios nos revela en la humanidad de Cristo.
3. En la Transfiguración del monte Tabor, Jesús resplandece toda su Gloria y su Hermosura. Por eso, la creación entera y toda la historia de los hombres queda transfigurada por la belleza del más bello de los hijos de los hombres. Los hombres, por nuestro pecado, hemos afeado la creación y nuestra propia figura, hecha a imagen y semejanza de Dios. Dios, al crear todas las cosas, las hizo buenas y hermosas, bellas y luminosas en su ser, en su verdad y en su orden a Dios. El hombre, con su pecado, ha ido afeando y estropeando la obra de Dios. Cuando el Hijo de Dios asume nuestra humanidad, asume nuestra carne caída en el pecado, la carne de Adán, la que perdió la figura en la que resplandecía la belleza de Dios. En la Transfiguración, la vida divina penetra toda la carne humana de Cristo, la inunda y la transfigura, hasta el punto de que toda la creación recobra su belleza, inundad por la Luz que emana de Cristo Transfigurado. Hemos de aprender a ver toda la creación a la Luz de Cristo Transfigurado en la montaña del Tabor: cuanto más las veamos a la Luz del Hijo el Amado del Padre, el Predilecto, más pronto nuestros ojos recobrarán la belleza que procede de Dios y que es la fuente de la hermosura de todo lo creado. Toda la creación y toda la historia de los hombres resplandece, oculta en sus entrañas, la Gloria de Dios, que se revelará en la Parusía donde Dios lo será todo en todos. Así es como celebramos hoy gozosamente la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Coninua...